Todo conocimiento comienza por clasificar. Nombrar, separar y reunir las cosas bajo un orden común es la condición primera para pensar el mundo. Sin esa voluntad de orden, el universo se disolvería en una pura continuidad sin forma. Pero esa misma necesidad de ordenar encierra su paradoja: no hay clasificación que no sea una convención. Lo que llamamos categorías gnoseológicas —esas estructuras que nos permiten conocer— no surgen de la naturaleza de las cosas, sino de la forma humana de organizarlas.
Borges lo intuyó con su ironía metafísica en la Enciclopedia china:
“Los animales se dividen en a] pertenecientes al Emperador, b] embalsamados, c] amaestrados, d] lechones, e] sirenas, f] fabulosos, g] perros sueltos, h] incluidos en esta clasificación, i] que se agitan como locos, j] innumerables, k] dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l] etcétera, m] que acaban de romper el jarrón, n] que de lejos parecen moscas.”
Esa enumeración, tan absurda como rigurosa, provoca risa primero y vértigo después. Porque lo que se revela en su humor no es el disparate del pensamiento oriental, sino la arbitrariedad del nuestro. No es la vecindad de las cosas lo que sorprende, sino la ruina del espacio que permitía pensarlas juntas.
Foucault lo expresó magistralmente en las primeras páginas de Las palabras y las cosas:
“En el asombro de esta taxinomia, lo que se ve de golpe, lo que, por medio del apólogo, se nos muestra como encanto exótico de otro pensamiento, es el límite del nuestro: la imposibilidad de pensar esto. (…) La monstruosidad que Borges hace circular por su enumeración consiste en que el espacio común del encuentro se halla él mismo en ruinas. Lo imposible no es la vecindad de las cosas, es el sitio mismo en el que podrían ser vecinas.”
Ese “espacio común del encuentro” es el corazón de toda episteme: el suelo invisible que hace posible que ciertas cosas puedan ser pensadas juntas, comparadas, ordenadas. Cuando ese suelo se quiebra, el pensamiento pierde su geometría. Lo que Borges pone en juego —y Foucault descifra— es el descubrimiento de que el orden no está en el mundo, sino en el modo en que lo decimos.

Desde Kant sabemos que el sujeto no recibe la realidad pasivamente: la estructura mediante categorías que son a priori. Pero esas categorías, aunque nacidas de la necesidad de pensar, son invenciones. El conocimiento es arbitrario en su origen, pero coherente dentro de su propio juego. La tragedia comienza cuando olvidamos su carácter inventado y confundimos nuestras taxonomías con la realidad misma.
Y si a esa arbitrariedad añadimos el lenguaje, el suelo se vuelve aún más movedizo. No pensamos desde un vacío, sino desde una gramática. Nuestros conceptos derivan de una lengua que nos ha enseñado a dividir el mundo en sujeto y predicado, ser y no ser, pasado y futuro. La metafísica occidental —decía Heidegger— es, en el fondo, una exégesis del verbo einai: el ser griego convertido en estructura del pensamiento.
Pero ¿y si otra humanidad, con otra lengua, hubiese pensado sin ese verbo? ¿Habría existido algo que pudiéramos llamar “filosofía”?
Tal vez no. Tal vez habría otro tipo de saber, articulado no en torno al ser, sino al ritmo, la relación o el lugar. Lo que para nosotros es “razón” sería, en ese otro cosmos verbal, apenas un dialecto del espíritu. Porque todo conocimiento, finalmente, es una poética del orden: una forma de decir el mundo y convencernos de que ese decir es verdadero. La ciencia, la metafísica y la filosofía no son sino variaciones sobre una tarea arcaica: clasificar lo inconmensurable, poner nombres al abismo.
Y quizá el gesto más lúcido del pensamiento no sea fundar un nuevo orden, sino recordar, con una sonrisa borgiana, que todo orden es una ficción que funciona.
Coda sobre la fe en el orden
Aceptar que el conocimiento es arbitrario no conduce necesariamente al relativismo. Al contrario: puede llevarnos a una lealtad más consciente hacia nuestras ficciones.
El pensamiento verdaderamente conservador no se aferra a la ilusión de que su orden sea natural o eterno; sabe que toda estructura es contingente, pero también que sin estructura no hay mundo posible.
El conservador mantiene la clasificación no porque la crea infalible, sino porque sin ella no podría habitar la realidad. Sabe que su sistema de pensamiento, su gramática o su tradición son, en último término, creencias heredadas, pero las sostiene como se sostiene un idioma: por amor, por hábito, por gratitud.
Podríamos decirlo así:
El conservador no confunde el mapa con el territorio, pero tampoco arroja el mapa al fuego. Sabe que es una convención, pero es su convención: la que permite orientarse.
En el fondo, la fe en el orden es una forma de cortesía con el mundo: una manera de reconocer que lo arbitrario, sostenido con disciplina y con estilo, puede ser también una forma de verdad.
Y si quisiéramos remontarnos más allá, allí estaría Platón con su noble mentira: el mito necesario que, sin ser literalmente verdadero, sostiene la arquitectura de la ciudad y del alma.
Esa γενναῖον ψεῦδος no es un fraude, sino una pedagogía del orden: la conciencia de que toda comunidad —y quizá toda mente— necesita creer en algo que excede la demostración.
Aceptar esa ficción con lucidez, sin fanatismo pero sin cinismo, es la más antigua forma de sabiduría. Porque, al fin y al cabo, sin nuestras mentiras nobles no habría siquiera un lugar donde pensar la verdad.